La primera vez que lo vi, era una figura diminuta y temblorosa al costado de la carretera, con el pelaje enmarañado y las patas en carne...
La primera vez que lo vi, era una figura diminuta y temblorosa al costado de la carretera, con el pelaje enmarañado y las patas en carne viva por el interminable deambular. Sus ojos, aunque cansados y llenos de tristeza, tenían un rayo de esperanza: la esperanza de que alguien pudiera verlo y ofrecerle un salvavidas.
Era una tarde fría, de esas en las que el aire muerde la piel, y yo conducía a casa desde el trabajo. Algo en la forma en que luchaba por seguir moviéndose llamó mi atención. No podía simplemente dejarlo allí. Me detuve con el corazón acelerado y me acerqué a él lentamente. Al principio, retrocedió, asustado e inseguro, pero su cansancio pronto superó su miedo. Se desplomó en el suelo, demasiado débil para resistir.
Mientras lo envolvía en una manta, pude sentir lo frágil que estaba. Su cuerpecito se estremeció contra mis brazos, pero no protestó. Había dado todo lo que había intentado para encontrar el camino a casa, sólo para terminar completamente perdido y derrotado. Me dolía el corazón por él.
Una vez que llegamos a casa, le di comida y agua, que devoró con avidez. Estaba claro que no había comido en días. Limpié sus heridas y lo bañé suavemente, dejando al descubierto una capa suave debajo de la suciedad y la mugre. A pesar de su cansancio, meneó la cola, una pequeña pero poderosa señal de confianza.
Durante los días siguientes lo llevé al veterinario, donde supe que solo tenía unos meses. El veterinario sospechó que lo habían abandonado, abandonado a su suerte siendo demasiado joven. La idea de que alguien lo dejara de lado me rompió el corazón, pero estaba decidida a compensar el amor que le habían negado.
A medida que se recuperó, su personalidad empezó a brillar. Era juguetón, curioso e increíblemente juguetón. Me seguía a todas partes, como si temiera que yo también lo dejara. Pero de lo que no se dio cuenta fue que yo ya había tomado una decisión: él ya estaba en casa y yo no iba a ninguna parte.
Lo llamé Lucky, no porque él tuviera suerte de haber sido encontrado, sino porque yo me sentí afortunada de haberlo encontrado. Me recordó la resiliencia del espíritu y el poder transformador de la bondad. Cada movimiento de su cola y cada ladrido feliz es un recordatorio de que el amor puede curar incluso las heridas más profundas.
El viaje de Lucky comenzó con angustia, pero terminó en un hogar cálido y amoroso donde nunca más tendrá que sentirse abandonado. Y para mí, su presencia es un recordatorio diario de que, a veces, las mejores cosas de la vida provienen de los lugares más inesperados.
COMMENTS